martes, septiembre 02, 2014

Los Viudos


Viudo San Fidel,
recién solitario,
masticando viejo,
soportando la cruda y la complejidad.


La edad, los secretos de la vieja,
la incontinencia,
el frío entumecedor.


Se había bañado temprano para salir a comprar flores,
después del café;
hubiera preferido no hacerlo,
lo de bañarse, no lo de comprar flores,
se le ha hecho religión llevarle a la mujer cada domingo,
no lo del café,
se le ha hecho un vicio necesario para subsistir,
como escuchar sonetos, como fumar antes de dormir.


Dejó en la mesa el periódico que estaba hojeando,
no profundizaba en los problemas del mundo lejano, ajeno,
prefería alimentar la imaginación que le brindaban los libros de
Poncela o Cortázar,
habito que tenía por las tardes;
se acomodó los lentes y tomó paso firme
hacia el cementerio, algo debía ocurrir.


              * *

Viuda Esperanza de Aura,
libido senil, luto infeliz,
cortejo intacto,
rituales raudos,
ojos nublados,
esperando un fin.


Del duelo, de la interminable canción,
despidiéndose a diario,
ordenando el caos de su infructífera ilusión.

El dolor de rodilla la despertó esa mañana,
se sobó la nuca antes de recordar que seguía viva y eso le causó dolor,
pero no más que saber que nadie estaba ahí para ayudarle a ponerse las sandalias;
apretó los labios en señal de decepción y se dispuso a
pasar otro día en la antesala de lo inevitable.


Desayunó pan y leche tibia,
se enfundó su atuendo negro,
ese que le permitía andar por las calles sin ser invitada a
un dialogó sin sentido, de esos que hay a cada paso, en cada falso;
compró un añejo en la tienda de Consuelo,
tomó un trago para quemar los pensamientos y
se enfilo rumbo al cementerio a dejarle el resto al viejo,
pinchi viejo, pensó, hasta de muerto le ando llevando sus vicios,
como si con las putas no hubiera sido suficiente.


* * *

El pueblo lo tenía todo, principalmente frío,
menos alegría,
casi siempre nublado, casi nunca a color;
de la iglesia al cementerio eran dos kilómetros,
de la carretera principal a la plaza, tres,
el cerro y el río confiaban en la cercanía del otro,
el hotelito y la cantina también.


Al norte del país puede llegar fácil la influencia de la cultura gringa,
menos a los pueblos, culturalmente abrazados a sus antepasados,
conscientes de que lo mejor es la sencillez,
la humildad y la comida que va del huerto a la boca,
la vaca y el puerco,
la gallina y la flor.




Particularmente en ese pueblo ya no quedaba mucha gente joven,
por lo tanto las costumbres seguían vigentes,
no había necesidad de televisión por cable, ni contacto por celular,
la música sonaba en vivo, el internet de la escuelita estaba de más;
abundaban los solos, los desamparados, los aferrados a la tierra,
los jubilados del campo, los dueños de sí mismos, los de poca ficción.


San Fidel atravesó el pueblo, dejo las flores en la tumba de Doña Romina,
respiró profundo, le tarareó un coro, un pájaro lo acompañó,
se le doblaron las rodillas, se fumó el dolor.
Levantó la mirada, deseo encontrar una cara conocida,

el horizonte era cercano, el aire contenía un olor dulzón,
una presencia le iba a recordar que todavía la piel deseaba sentir…


Esperanza caminó a paso lento hasta el camposanto,
con la cabeza baja, la expectativa también;
se limpió el sudor con el último pañuelo que Don Ventura le regaló,
le escupió la tumba, dejo la botella bajo la cruz y le dijo: “adiós, esta es la última vez”,
se acomodó el chal, volteó hacia la entrada y una sombra pasaba por el muro
que llevaba a la calle, quiso alcanzarla para reconocer al dueño,
una necesidad de compartir la amargura le invadió…


3 semanas después San Fidel iba a morir al caer de un caballo,
cabalgaba al pueblo contiguo a visitar a su hermana,
un tractor asustó al animal y cayó a un barranco,
se quebró la cabeza y no lo soportó;
una semana antes, Esperanza se había quitado la ropa,
contempló el cielo, le reclamó con un grito a Dios,
se metió al río y nunca más salió.


La vida marchita, la luna infinita,
el verano que no llegó.
La muerte solemne, purgatorio inclemente,
calma en el corazón
.